Todos los animales nacen sabiendo quienes son sus principales depredadores para defenderse de ellos. También el hombre tiene sus depredadores, el más implacable y letal: el propio hombre. El zarpazo de la violencia feroz y despiadada nos acompaña en la historia desde los tiempos más remotos. Son incalculables los millones de víctimas destrozadas por otros hombres. Para quienes viven aparcados en la quimera de haber llegado a la «paz universal», a modo de aquella antigua pax romana salvo conflictos limitados y controlados allende nuestras fronteras, lo sucedido en París es una muestra más de que esa «fiera» codificada en nuestro yo durante millones de años sigue ahí, latente, para despertar en cualquier momento.
Los atentados de París, como los de Madrid, o los de tantos sitios, son un grano de arena en una playa inmensa en la que las armas y la voluntad homicida tienen la última palabra y dominan la realidad. El principio de acción-reacción motivará a continuación que muchas otras bombas tontas e inteligentes a la vez destrocen a otros muchos seres humanos en los rincones más ignotos de Siria o de cualquier lugar donde se pueda saciar la sed de venganza que alimenta el proceso continuo de la violencia y del odio.
No hay nada novedoso en todos estos tristes acontecimientos. Forman parte como un eslabón más de nuestra cadena evolutiva. O al menos eso dice el pensamiento cientificista dominante. Un mero hecho biológico, neuronal, sociológico, económico y político que debe ser reconducido cuando las herramientas de la ciencia y la tecnología lo permitan. Nietzsche apostó hace más de 100 años por un superhombre que se levantara sobre esta derrota tan humillante para nuestra razón y tan propia de nuestra naturaleza, vencida continuamente por la muerte y el imperio de los más fuertes. Ese nuevo superhombre debería crear nuevas reglas que serían construidas desde los propios hombres y tras haber matado al mismísimo Dios. Pero ese superhombre nunca llegará, ese super homo sapiens no acaba de emerger del viejo ser humano. Y lo peor es que, cuando alguien se ha tomado en serio estas tesis de ingeniería filosófica y social, han prosperado y procreado ideas delirantes en pueblos y personas que han terminado en los genocidios más brutales conocidos.
Sólo un hecho puede contestar a otro. Y la única novedad que se ha introducido en la historia de los hombres, al menos la que yo conozco, sigue su curso desde hace más de 2000 años como promesa y como realidad presente. Si Dios no está muerto y Jesús es su Cristo, sigue existiendo una posibilidad de sentido y de acción al alcance de todas las generaciones de humanos que no hayan sido devorados por el poder, la avaricia y la lujuria. Renaciendo desde un perdón imposible en este mundo. Si el amor es algo más que una inyección circunstancial de oxitocina y otras hormonas en la sangre, lo más inteligente es prestar atención a las personas y a las realidades en quienes ese amor se manifiesta como algo más que pura bioquímica para reconstruir esta primera y paradójica creación, desde aquí y desde ahora, a partir de la premisa ineludible de la libertad, hacia la anunciada segunda creación: más justa y más feliz.